Catequesis y oraciones cristianas II
sábado, 25 de enero de 2014
La oración es la elevación
del corazón a Dios. Cuando un hombre ora, entra en una relación viva con Dios.
La oración es la gran puerta de entrada en la fe. Quien ora ya no vive de sí
mismo, para sí mismo y por sus propias fuerzas. Sabe que hay un Dios a quien se
puede hablar. Una persona que ora se confía cada vez más a Dios. Busca ya desde
ahora la unión con Aquel a quien encontrará un día cara a cara. Por eso
pertenece a la vida cristiana el empeño por La oración cotidiana. Ciertamente
no se puede aprender a orar como se aprende una técnica. Orar, por extraño que
parezca, es un don que se recibe a través de la oración. No podríamos orar si
Dios no nos diera su gracia. Oramos porque estamos llenos de un ansia infinita
y porque Dios ha hecho a los hombres para estar con él: «Nuestro corazón está
inquieto mientras no descansa en ti» (san Agustín). Oramos también porque
necesitamos orar; así lo dice Madre Teresa: «Como no puedo fiarme de mí misma,
me fío de él las 24 horas del día». A menudo nos olvidamos de Dios, huimos de Él
y nos escondemos. Pero, aunque evitemos pensar en Dios, aunque lo neguemos, El
está siempre junto a nosotros. Nos busca, antes de que nosotros lo busquemos,
tiene sed de nosotros, nos llama. Uno habla con su conciencia y se da cuenta,
de pronto, de que está hablando con Dios. Uno se encuentra solo, no tiene con
quien hablar y percibe entonces que Dios siempre está disponible para hablar.
Uno está en peligro y se da cuenta de que Dios responde al grito de auxilio.
Orar es tan humano como respirar, comer, amar. Orar purifica. Orar hace posible
la resistencia a las tentaciones. Orar fortalece en la debilidad. Orar quita el
miedo, duplica las fuerzas, capacita para aguantar. Orar hace feliz.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)